Nota de opinión

Fragilidades de la Patria y de sus hijos

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

La situación originada a partir de la pandemia nos enfrentó con nuestras fragilidades. Palpamos los límites en diversos ámbitos. En lo personal debimos reprogramar la agenda, sin certezas de futuro. En la familia nos encontramos conviviendo con quienes queremos mucho, pero en espacios pensados para otro estilo de vida, y corremos el riesgo de sofocarnos. En los barrios pobres, el hacinamiento agrava la precariedad de estas semanas y meses. Para muchos este escenario trajo la pérdida del trabajo o el año de estudio. Se alteraron los planes personales y comunitarios.

En cuanto a la dimensión existencial depende de cómo lo agarró parado a cada uno. Falsas seguridades se desmoronaron como castillos de naipes, como la casa construida sobre arena que relata Jesús en el Evangelio (Mt 7, 24-27). Lo que parecía firme o suficiente resultó no serlo. Incluso la fe se pone a prueba; y sería preocupante si así no fuera.

Es como si se hubieran ocultado aquellas cosas que suponíamos fuertes y de pronto se mostraron endebles. Un filósofo austríaco-israelí, Martin Buber, en 1952 escribió: “Existe un eclipse de Dios de igual forma que existe un eclipse solar, y la hora que nos toca vivir es una hora de tinieblas”. ¡Qué imagen tan decidora la del eclipse! Cuando este ocurre sabemos que el sol está, aunque se haga de noche. Tenemos recuerdo claro de la luz, pero nos rodean las tinieblas.

Para el Pueblo de Israel y para la fe cristiana la memoria de los acontecimientos pasados es fundamental para ubicarse en el presente. Los salmos, los profetas, los libros históricos y los sapienciales, permanentemente acuden a incentivar la memoria del Pueblo. Así también sucede con la predicación de Jesús y los Apóstoles.

Caminamos en el mundo con memoria y profecía. Acudir al pasado nos pone en marcha desde este presente concreto hacia un sentido anunciado. “Dios es fiel” no es mera formulación abstracta o evasiva expresión de deseo, sino experiencia personal y comunitaria. Es la fe del Pueblo de Dios que peregrina. Las comunidades parroquiales, educativas, movimientos, estamos ante desafíos nuevos buscando respuestas creativas.

 

El jueves pasado, 9 de Julio, hemos celebrado un nuevo aniversario de la Independencia. El Congreso reunido en Tucumán en 1816 fue el resultado de un proceso de maduración para completar y dar un sentido Federal a lo iniciado en mayo de 1810. Veintinueve diputados firmaron el Acta de la Independencia, dieciocho laicos y once sacerdotes. Entre ellos tuvo un rol destacado Fray Justo Santa María de Oro, diputado de San Juan, y que años después sería nuestro primer obispo diocesano.

Ellos querían una nación libre de cualquier poder extranjero. Sus sueños trascendían los límites de nuestro territorio para buscar la liberación de todo el Continente. En este camino los alentaron San Martín y Belgrano. Un anhelo que durante estos más de 200 años se ha cumplido de modo intermitente, quedando algunos lugares del Continente ausentes en la construcción de la Patria Grande.

Releyendo la Exhortación Apostólica “Querida Amazonia”, Francisco nos señala la presencia de algunas colonizaciones nuevas. Operan “actores económicos que implementan un modelo ajeno a nuestro territorio” (11). Con prepotencia, se apropian de espacios geográficos expulsando a quienes los habitan desde hace siglos. Se conjugan en estos atropellos poderes locales y foráneos: “la disparidad de poder es enorme, los débiles no tienen recursos para defenderse, mientras que el ganador sigue llevándoselo todo” (13). Para lograrlo utilizan el soborno, títulos de propiedad fraudulentos, violencia.

Que estas situaciones se repitan no quiere decir que se naturalicen. “No es sano que nos habituemos al mal, no nos hace bien permitir que nos anestesien la conciencia social” (15). Es necesario indignarse y no aceptar la injusticia.

La Iglesia está llamada a escuchar el clamor de los pueblos amazónicos (19). Ya nos había exhortado el Papa a “escuchar el clamor de la tierra y de los pobres” (LS 49).

La pandemia desnudó con dramatismo inusitado las graves inequidades entre países y dentro de cada uno de ellos. La Argentina no es excepción. Esto lo vienen señalando diversos medios de comunicación, las organizaciones sociales, sacerdotes y obispos. No son inventos o postulados ideológicos, aunque nunca faltan quienes pretendan beneficiar sus espacios de poder. Los informes de la Deuda Social elaborados por la Universidad Católica Argentina son concluyentes.

¿Cuál es la salida? Recordemos la insistencia del Papa en estos meses: “nadie se salva solo”. Dios nos hizo a todos de la misma tierra. Tenemos un origen común. La vida del Planeta es don de Dios. La salvación que nos obtuvo Cristo con su muerte y resurrección tiene un valor Universal que abarca a toda la creación. Como leemos en el Nuevo Testamento, “nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Pe 3, 13).

Una de las certezas que tenemos que asumir es que estamos todos interconectados, unidos en el destino de la creación y el de la humanidad. Por eso afirma Francisco que “el individuo no está desligado de la comunidad o de su territorio” (20).

Desde nuestra fe cantamos “no es posible morirse de hambre en la patria bendita del pan”. Asumamos el compromiso que hace falta en esta hora.

Esta semana que estamos iniciando la dedicaré a realizar mi Retiro Espiritual anual. Rezaré por los rostros e historias concretas que guardo en el corazón, y buscaré con serenidad crecer en amistad con Jesús. Cuento con tu oración.

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